ADIÓS A RICARDO MITSUYA

Torero nikkei murió a los 82 años

Disponiéndose a ingresar al ruedo, acompañado de su cuadrilla

Agonizaba 1906 cuando el vapor Itsukushima Maru ancló en el puerto del Callao. De los 774 japoneses que llegaban en ese tercer contingente, 36 eran oriundos de Okinawa, archipiélago del suroeste en el mar de China Oriental que formaba el reino soberano de las Ryukyu, independiente tanto del shogun como del emperador japonés. Cuna del karate, el taco rice y un sake isleño de altísmo octanaje, Okinawa también había inventado el tougyuu, una corrida de toros sin toreros. Es idéntica a la arequipeña pelea de astados, pero con árbitros que parecen haber salido directamente de un combate de sumo. Dos moles bovinas estrellan sus cráneos, pierde el que escapa.
Esa sería la única explicación para que, muchos años después de aquel histórico desembarco, uno de aquellos inmigrantes okinawenses engendrase al primer torero nikkei del planeta: Ricardo Higa Uyehara Mitsuya o sencillamente Mitsuya (Puerto Supe, 1938), nombre japonés que significa ‘éxtasis pleno’. Con la familia casi inmediatamente afincada en la capital, el futuro espada pasaría su infancia apretando ubres en los establos de vacas de Maranga. Pero ni el Tougyuu ni la venta de leche recién ordeñada influyeron más que esa serie de folletines taurinos que el niño nikkei coleccionaba con devoción. Descubierta por sus padres, la pila de papeles terminó en la carretilla del chatarrero. Mitsuya lo buscó, lo encontró y se las volvió a comprar. Redescubierta por los padres, le prendieron fuego. De esas cenizas se levantó el ave fénix de su pasión torera.

Espada samurai

Lo que sigue son una serie de viajes teniendo al menudo nisei como protagonista. Mitsuya subido en el lomo del caballo de su tío Ransuke haciendo el viaje desde su barrio Chacaritas del Callao hasta la plaza de toros del no menos populoso distrito del Rímac. Mitsuya haciendo el viaje de regreso antes de recibir veinte correazos de su señor padre por cultivar una afición incompatible con el ryukyu-shinto –‘el camino de los dioses’—, compleja mezcla okinawense de confucionismo, budismo, sintoísmo, chamanismo, animismo y taoísmo chino. Entonces Mitsuya se pone a estudiar periodismo para que su papá no le siga pegando. En sus horas libres colecciona monedas, sueña con conocer (el coso madrileño) Las Ventas.
Será el novillero Fermín Borja, ‘El Espontáneo’, quien guíe sus pasos hasta una escuela taurina, donde obtiene el grado de maletilla. Paso previo a su debut en Acho, acontecimiento de grandes dimensiones que sensibiliza especialmente a la colonia japonesa: organiza una especie de pandero colectivo llamado ‘tanomoshi’ y promociona el espectáculo colgando carteles a todo color en las más grandes bodegas.

Es así como el 2 de abril de 1961 aparece el primer japonés en traje de luces para un histórico paseíllo con geishas espectacularmente maquilladas desde la nuca con aceites de cera, polvo de arroz y brochazos de bambú. Nunca más se vio tanto kimono en los tendidos.

En un cartel en el que también alternaban Adolfo Rojas ‘El Nene’ y José Scotto ‘Cucaracha’, ‘El Japonés’ ensayó una serie de pases y florituras con desigual fortuna. Lo cual hacía dudar de sus credenciales: según él mismo, antes de pisar el primer coso de América había paseado su talento por las plazas más reputadas de provincia, incluyendo la de Chota (Cajamarca), cortando más de un apéndice a sus enemigos. Todos le creyeron, incluyendo el maestro Alejandro Montani, ‘El Sol del Perú’, que no daba crédito a lo que veía. Y menos a lo que ocurrió a la hora de matar: Mitsuya erró seis veces con la espada. Entonces le gritó desde el callejón: “¡Chino, estás loco!”. A lo que el diestro contestó: “¿Qué quieres? ¡Es el primer toro que mato!”.

Écran y arena

Treinta novilladas después, Mitsuya ya no está yendo a Acho sino al puerto. Es 1962 y lo vemos en un vapor con destino a la península ibérica. Lleva una serie de recomendaciones y contactos taurinos para la madre patria. Pero ninguna funciona. Excepto la misiva escrita por una monja amiga del poeta Roberto Dulls y del mítico Manolete, recomendándole ante Manuel Mejías Rapela, ‘el Papa Negro’ del toreo. Ya anciano, el ilustre matador lo acoge en su seno y le revela algunos secretos. Pero lo que el joven matador quiere es torear, cosa que logra muy esporádicamente. Hasta que el 12 de julio de 1964 debuta en Málaga junto a Manuel ‘El Pireo’ Cano y Andrés ‘El Monaguillo’ Jiménez. “Debuté bien, corté una oreja. Las mujeres me arrojaron claveles y los hombres puros. La gente me daba abanicos para que los firme”, declaró.
Se sabe que también toreó en Vista Alegre. Pero como la plaza estaba dura, le propusieron tentar suerte como extra de cine. Además, casi ningún humano de ojos rasgados hablaba español. Así aparece en “55 días en Pekín” (1963), cinta dirigida por Nicholas Ray y protagonizada por Ava Gardner, Charlton Heston y David Niven. Hizo de mayordomo en una cinta de Orson Wells y de esclavo malayo en “Krakatoa” (1969). Jugó beisbol con Charles Bronson y sería Claudia Cardinale en persona quien le invitara una gaseosa bajo el inclemente sol de Almería, donde rodaban. Fueron ocho años cerca de las estrellas y lejos de la arena. Hasta que el 28 de agosto de 1970 se doctora como matador de toros recibiendo la alternativa de Sebastián ‘Palomo’ Linares en la plaza alicantina de Ondara.
“Ese día corté nada menos que cuatro orejas”, declararía años después. No se pudo corroborar. Pero sí está suficientemente documentado su regreso a Lima, su paseíllo y su impactante debut como torero en Acho. “Mi primera corrida en Acho fue el deshueve. El toro me corneó. La cornada atravesó el escroto. Tuvista suerte, me dijo el médico de la plaza, el cuerno chocó con el ilíaco. Si no te partía, cruzaba las arterias y en un ratito te desangrabas. En la enfermería me desmayé””, dijo. Fue la tarde del domingo 13 de noviembre de 1970.
En el cartel también felizmente estaba Francisco Rivera ‘Paquirri’, quien tuvo que hacerse cargo del lote completo de su alternante herido, desorejando a su toro. Esa fue la última vez que Mitsuya estuvo en Acho, pero las huellas que dejó a su paso son francamente imborrables.
Czar Gutiérrez (*) Diario El Comercio

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